lunes, 30 de enero de 2012

Capitulo 1.

La llegada de los pasajeros que iban a embarcar siempre estaba marcada por bastante confusión, más ruido y algo de pánico. Algunos ya estaban agotados de su vuelo a Miami, otros experimentaban la descarga de adrenalina de lo nuevo. El enorme transatlántico blanco, el Celebración aguardaba en el puerto para iniciar su viaje de diversión, relajación y romance. Cuando los pasajeros cruzaran la pasarela, no serían contables, ejecutivos o profesores, sino pasajeros mimados a los que alimentarían, atenderían y entretendrían durante los siguientes diez días. Los folletos así lo garantizaban.
Desde la barandilla de la cubierta de observación, Vanessa observaba el torrente de humanidad. Desde esa distancia podía disfrutar del colorido y del ruido, que jamás perdía su atractivo para ella, sin verse atrapada en la inevitable marea de mil quinientas personas que trataban de ir al mismo punto a la misma hora. Los cocineros, los camareros y los auxiliares de a bordo ya habían comenzado la orgía de trabajo que continuaría de manera casi ininterrumpida durante los siguientes diez días. Pero Vanessa tenía tiempo, y disfrutaba de ello.
Esos eran sus momentos de ocio antes de que el barco zarpara. Recordaba su primera experiencia en un crucero. Tenía ocho años, la menor de los tres hijos del mago de las finanzas, Greg Hudgens, y la doctora Gina. Habían ido en camarotes de primera, donde los camareros le servían bollos calientes y zumo en la cama. Lo había disfrutado de la misma manera que disfrutaba del diminuto camarote que en ese momento tenía en los alojamientos de la tripulación.
También recordó el día en que les había hablado a sus padres de sus planes para solicitar un puesto de trabajo en el Celebration. Su padre había bufado y rezongado que tiraba su educación al traste. Cuanto más bufaba, más pronunciado se volvía su acento escocés. Una mujer que se había licenciado en Smith a la tierna edad de veinte años, que luego había obtenido diplomas en filología inglesa, historia y sociología, no limpiaba cubiertas. Y mientras Vanessa le aseguraba que no era esa su intención, su madre había reído, pidiéndole que la dejara en paz. Y como con un metro ochenta y cinco de altura y cien kilos de peso Greg Hudgens se consideraba impotente ante lo que él llamaba sus mujeres, obedeció.
De modo que Vanessa había conseguido el trabajo y había escapado de interminables años de estudio. Había cambiado sus aposentos de tres habitaciones en la mansión familiar en Hyannis Hudgens por un cubículo con una litera en un hotel flotante. A ninguno de sus compañeros de trabajo le importaba cuál era su coeficiente intelectual ni cuántos diplomas tenía.
No sabían que si se le hubiera antojado, su padre podría haber comprado la línea marítima, ni que su madre era una autoridad en cirugía torácica. Desconocían que su hermano mayor era senador y el otro fiscal del estado. Cuando la miraban, veían a Vanessa. Eso era todo lo que ella quería.
Alzó la cabeza y dejó que el viento le agitara el cabello, que danzó en la brisa, una mata de pelo de la rica tonalidad marrón chocolate que se encontraba en los cuadros antiguos. Tenía unos pómulos altos y una mandíbula afilada y pertinaz. Su piel no se negaba a broncearse, permaneciendo con un delicado color melocotón para realzar el contraste con el color miel de sus ojos. Para su padre eran color chocolate; unos pocos románticos los habían considerado así también. Vanessa insistía con obstinación en que eran color miel y punto. Los hombres se sentían atraídos por ellos por su cualidad única, luego por ella debido a la elegante sexualidad que irradiaba de forma natural. Pero Vanessa no estaba muy interesada.
Intelectualmente, pensaba que un hombre era necio si se dejaba cautivar por un así. Después de todo, no era más que una cuestión genética y poco tenía que ver con su personalidad. Con una especie de asombro distanciado, durante veintiséis años había escuchado a los partidarios de sus ojos.
En la biblioteca de su padre había una miniatura de su bisabuela, otra Vanessa. Si alguien lo hubiera preguntado, le podría haber explicado el proceso de la genética, cuyo resultado era esa semejanza, hasta la estructura ósea y el color de ojos... y su famoso temperamento. Sin embargo, los hombres que conocía por lo general no estaban interesados en explicaciones científicas, y por lo general Vanessa no estaba interesada en ellos.
Abajo, la multitud que subía por la pasarela comenzaba a reducirse. En un rato la orquesta de calipso se pondría a tocar en la cubierta para entretener a los pasajeros, mientras el barco se preparaba para zarpar. Habría un bufé con más comida de la que podrían ingerir más de un millar de personas, bebidas exóticas y emoción. Las barandillas no tardarían en quedar atestadas con gente que querría disfrutar del último vistazo de la costa antes de que solo hubiera mar abierto.
Con cierta melancolía contempló subir a bordo a los rezagados. Era el último crucero de la temporada. Al regresar a Miami, el Celebration entraría en el dique seco durante dos meses. Cuando volviera a navegar, Vanessa no iría a bordo. Ya había tomado la decisión de que era hora de seguir adelante. Al aceptar el trabajo en el barco, buscaba una cosa: libertad de los años de estudio, de las expectativas familiares y de su propia desazón. Sabía que había logrado algo en su año sola. Había encontrado la independencia que siempre había anhelado y escapado del destino hacia el que tantos de sus amigos de universidad se habían dirigido, un buen matrimonio. No obstante, y a pesar de haber encontrado libertad e independencia, no había dado con el ingrediente más importante, un objetivo. ¿Qué quería hacer Vanessa Hudgens con el resto de su vida? No buscaba la carrera política que habían elegido sus dos hermanos. No quería ser profesora ni conferenciante. Quería emociones y desafíos y ya no deseaba buscarlos en un aula. Todas eran respuestas negativas, pero sabía que fuera lo que fuere lo que llenaría el resto de su vida, no lo encontraría flotando interminablemente en las Bahamas.
«Es hora de bajarse del barco, Vane», se dijo con una repentina sonrisa. La siguiente aventura siempre estaba a la vuelta de la esquina. No saber cuál sería solo hacía que la búsqueda fuera más fascinante.
El primer sonido largo y alto de la bocina era su señal. Se apartó de la barandilla y fue a su camarote a cambiarse. A los treinta minutos, entró en el casino del barco vestida con la especie de esmoquin que era su uniforme. Se había recogido el pelo en un moño suelto para que no le cayera como siempre en la cara. No tardaría en tener las manos demasiado ocupadas para poder apartárselo.
Los candelabros estaban iluminados, derramando su luz sobre la moqueta roja y dorada de estilo art decó. Unas largas ventanas curvas ofrecían una vista de la cubierta acristalada de paseo, y más allá el azul verdoso del mar. El resto de las paredes se alineaban con máquinas tragaperras, como soldados silenciosos a la espera de un ataque. Ajustándose la pajarita que jamás conseguía enderezar, se dirigió hacia su supervisor. Al igual que con cualquier marinero, el movimiento del barco bajo sus pies pasó desapercibido.
-Vanessa Hudgens se presenta al servicio, señor.
Volviéndose con un portapapeles en una mano, la observó de arriba abajo. La complexión de boxeador de peso ligero de Dale Zimmerman se detenía en el metro ochenta de estatura. Tenía un rostro suave y atractivo, ligeramente bronceado, los ojos azules y el pelo aclarado por el sol, que se rizaba con rebeldía. Tenía fama de ser un amante maravilloso, algo que él se encargaba de fomentar. Concluido el breve estudio de Vanessa, esbozó una sonrisa, - Vane, ¿es que nunca podrás arreglártela?-colocó el portapapeles bajo el brazo y le enderezó la pajarita.
-Me gusta que tengas algo que hacer.
-¿Sabes, encanto?, si hablas en serio sobre dejarlo después de esta travesía, será la última oportunidad que se te va a presentar para conocer el paraíso -al terminar, levantó la vista para observarla.
Vanessa enarcó una ceja. Lo que hacía un año había comenzado como un afán ardiente por parte de Dale, se había atemperado hasta convertirse en una broma afable acerca de la negativa de ella a irse a la cama con él. Para sorpresa de Dale, se habían hecho amigos.
-Odiaré perdérmelo -suspiró-. ¿La pequeña pelirroja de Dakota del Sur regresó contenta a casa? -inquirió con sonrisa inocente.
-¿Te han dicho alguna vez que ves demasiado?-Dale entrecerró los ojos.
-Constantemente. ¿Cuál es mi mesa?
-La dos -sacó un cigarrillo y lo encendió mientras ella se alejaba.
Si alguien le hubiera insinuado un año atrás que un bombón elegante como Vanessa Hudgens no solo iba a rechazarlo, sino que conseguiría que se sintiera fraternal, le habría recomendado un buen psiquiatra. Se encogió de hombros y volvió a concentrarse en sus papeles. Pensó que iba a lamentar perderla, y no solo por sus sentimientos personales.
Era la mejor repartidora de blackjack que tenía. Había ocho mesas de blackjack diseminadas por el casino. Vane y los otros siete croupier rotarían de una a otra el resto de la tarde y noche, con un único y breve descanso para cenar. Si el juego era ligero, el casino permanecería abierto hasta las dos. Si era fuerte, mantendrían algunas mesas abiertas hasta las tres. La primera regla era darles a los pasajeros lo que querían.
Otros hombres y mujeres de esmoquin se dirigieron a sus mesas. Junto a Vane, el joven italiano que acababa de ser ascendido a croupier se hallaba de pie ante la mesa dos. Vane le sonrió y recordó que Dale le había pedido que lo supervisara.
-Disfruta, Tony -sugirió, observando a la multitud que ya esperaba al otro lado del cristal-. Va a ser una noche larga -«y toda de pie», añadió en silencio mientras Dale daba la señal para que abrieran las puertas.
Los pasajeros entraron casi en tropel, algo normal el primer día del crucero. La sala prácticamente se vaciaría durante las horas de la cena, luego volvería a llenarse hasta pasada la medianoche. El atuendo era informal, pantalones cortos, vaqueros, muchos descalzos. Con la apertura, Vane oyó los efectos sonoros musicales de las máquinas recreativas que había en la cubierta de paseo. A los pocos minutos el sonido quedó ahogado por el ruido constante de las monedas en las tragaperras.
Vane podía separar a los «Jugadores» de los «observadores». Siempre se encontraba a ambos entre cualquier grupo de pasajeros. Habría un porcentaje de personas que jamás había entrado en un casino. Simplemente darían vueltas, atraídas por el ruido y el colorido antes de pedir monedas para probar las máquinas.
Había otros que iban por diversión, sin importarles si ganaban o perdían, y que solo asistían por el juego.
Gritarían al ganar y gemirían al perder, de un modo similar al de los adictos a las máquinas recreativas. Pero siempre estaban los Jugadores. Durante el viaje pasarían casi todo el tiempo en el casino, convirtiendo el juego de ganar y perder en un arte... o una obsesión. No mostraban características específicas, ningún modo especial de vestir. La mística del jugador de barco fluvial se podía encontrar tanto en la pequeña abuela de Peoría como en el ejecutivo de la Avenida Madison. A medida que las mesas empezaban a llenarse, Vane los catalogó en categorías. Sonrió a las cinco personas que habían elegido la suya, luego rompió el sello de cuatro barajas.
-Bienvenidos a bordo -dijo y comenzó a mezclarlas.
Solo hizo falta una hora para que la atmósfera del juego comenzara a crecer. Impregnaba el humo y el leve sudor que flotaba por el casino. Era una fragancia embriagadora, tentadora. Vane siempre se había preguntado si era eso lo que atraía a la gente, más que las luces y el tapete verde. Sumado al ruido de las monedas en los cuencos de las máquinas tragaperras. Ella nunca participaba, porque reconocía a la jugadora que llevaba dentro. Hacía tiempo que había decidido no arriesgar nada a menos que las probabilidades estuvieran a su favor.
Durante su primer turno cambió de mesa cada treinta minutos, haciendo un recorrido lento por la sala. Después del descanso para cenar comenzó otra vez. Cuando se puso el sol, el casino se llenó más. Las mesas se hallaban a rebosar y la bola de la ruleta giraba sin cesar. Los atuendos se hicieron más elegantes, como si jugar por la noche requiriera encanto.
Como las cartas y las personas cambiaban siempre, jamás se sentía aburrida. Había elegido el trabajo para conocer a gente variada, no la típicamente rica de la universidad. En eso había logrado la meta que se había propuesto. En ese momento a su mesa tenía a un tejano, a dos neoyorquinos, a un coreano y a un georgiano, a todos los cuales había identificado por sus acentos. Para ella eso formaba parte del juego, igual que repartir las cartas sobre el tapete. Algo de lo que jamás se cansaba.
Repartió la segunda carta, descubrió la suya y quedó satisfecha con los dieciocho que sumaba. El primer neoyorquino pidió una carta, sumó los puntos y emitió un gruñido disgustado. Con un movimiento de la cabeza indicó que se plantaba. El coreano se pasó con veintidós, luego se levantó de la mesa farfullando algo. La segunda neoyorquina, una rubia esbelta con un ceñido vestido negro de noche, se plantó con un nueve y una reina.
-Quiero una -pidió el hombre de Georgia. Sumó dieciocho, observó a Vane con gesto pensativo y se plantó.
El hombre de Texas se tomó su tiempo. Tenía catorce y no le gustaba el ocho que mostraba Vane.
Considerando las posibilidades, se frotó el mentón, bebió un trago de whisky y le indicó que le diera una carta. Ella lo hizo, y se pasó con un nueve.
-Encanto -comentó apoyado en la mesa-, eres demasiado dulce para llevarte el dinero de un hombre de esa manera.
-Lo siento -con una sonrisa descubrió su carta-.
Dieciocho -anunció antes de encargarse de las apuestas.
Vane vio el billete de cien dólares en la mesa antes de darse cuenta de que alguien había ocupado el lugar vacío del coreano. Alzó la vista y se encontró con un par de ojos azules, fríos, insondables, directos. Se vio atrapada en ese momento de contacto, sin poder ver nada más. Eran de un azul fresco, con puntitos color miel en el reborde del iris. Algo parecido al hielo bajó por su espalda. Se obligó a parpadear y a mirarlo.
Aunque tenía el rostro de un aristócrata, no se trataba de ningún príncipe; lo percibió en el acto. Quizá fuera por la boca que no sonreía, o por el arco irregular de unas cejas rubias. O quizá solo se debía a la advertencia interior que se activó en su cerebro. Alguien acostumbrado a mandar, sí, pero no de la realeza. Se trataba del tipo de hombre que planeaba negocios despiadados y tenía éxito. El pelo rubio y liso le caía por encima de las orejas y sobre el cuello de una camisa blanca de seda. La piel se estiraba tensa sobre los huesos de una cara bronceada. Ese hombre se enfrentaba a los elementos sin dedicar un solo pensamiento a la moda.
No adoptó una postura desgarbada como el texano ni se sentó con indolencia como el hombre de Georgia, sino como un felino ágil y paciente, siempre listo para saltar. No fue hasta que él enarcó levemente una ceja cuando Vane se dio cuenta de que lo había estado mirando fijamente.
-Cambio de cien -anunció con firmeza, irritada consigo misma. Con movimientos diestros introdujo el billete en la ranura de la mesa y luego contó las fichas. Cuando se realizaron las apuestas, repartió las cartas.
El hombre de Nueva York contempló el diez que mostraba Vane y pidió con catorce. Se pasó. El jugador nuevo se plantó con quince con un gesto de la mano. La neoyorquina y el georgiano se pasaron antes de que el texano se plantara con diecinueve. Vane descubrió un tres para acompañar a su diez, sacó un dos y luego se pasó con veintitrés. El hombre del rostro peligroso extrajo un cigarro y continuó jugando en silencio. Ella ya sabía que se trataba de un jugador.
Se llamaba Zac Efron. Sus antepasados habían cabalgado sobre caballos  veloces  y cazado con flechas y arcos. Vane había tenido razón acerca de la aristocracia, aunque su sangre no era real. Parte de su herencia procedía de simples inmigrantes franceses con un toque de mineros galeses. El resto era comanche.
No había conocido una reserva, y aunque en su juventud había rozado la pobreza, estaba acostumbrado a sentir la seda sobre su piel. Tanto que, como los muy ricos, rara vez la notaba. Su primera apuesta la había ganado en una sala de billar con quince años. En los veinte años transcurridos desde entonces, se había entregado a juegos más elegantes. Era, tal como había percibido Vane, un jugador. Y ya había empezado a calcular las probabilidades.
Zac había entrado en el casino con la idea de pasar unas horas en un juego tranquilo. Un hombre podía relajarse con apuestas pequeñas cuando era capaz de permitirse el lujo de perder. Entonces la había visto. Después de recorrer con los ojos a otras mujeres con vestidos de noche, brillo de oro y fulgor de joyas, posó la vista sobre la morena con el esmoquin masculino. Tenía un cuello esbelto que el pelo recogido y la camisa con volantes acentuaban, y un porte que gritaba buena cuna. Pero lo que había sentido en la entrepierna era su abierta sexualidad, que no necesitaba ni movimientos ni palabras por parte de ella. Era una mujer por la que un hombre suplicaría.
Zac contempló sus manos mientras repartía. Eran exquisitas, estrechas, de dedos largos y con delicadas venas azules por debajo de la superficie de una piel cremosa. Sus uñas eran ovaladas y perfectas, con el brillo de laca de uñas incolora. Eran manos apropiadas para tazas de té y pastas. El tipo de manos que un hombre ardía por sentir en la piel. Levantó la vista y la miró directamente a los ojos.
Con un ligero fruncimiento de cejas, ella le devolvió la mirada y se preguntó por qué ese hombre sombrío y silencioso le provocaba incomodidad y curiosidad. No había pronunciado una palabra desde que se sentó... ni con ella ni con los demás jugadores.
Aunque llevaba ganando con consistencia profesional, no daba la impresión de obtener placer alguno de ello. De hecho, parecía no prestarle ninguna atención al juego. Lo único que hacía era mirarla con la misma expresión calmada y atenta.
-Quince -anunció ella con frialdad, indicando las cartas delante de él. Zac pidió una carta con un movimiento de la cabeza y recibió un seis sin alterar para nada la expresión.
-Maldita sea si no tienes suerte, hijo -comentó con tono jovial el texano. Al observar su decreciente montón de fichas, esbozó una mueca-. Me alegro de que alguien la tenga -bufó cuando Vane le entregó la carta que lo eliminaba con veintidós.
Al sacar un veinte para la banca, recogió fichas antes de deslizar dos de veinticinco dólares cada una en dirección a Zac. Sus dedos se rozaron en un contacto leve, pero lo suficientemente poderoso como para que ella alzara los ojos. Observándola, él no hizo movimiento alguno para retirar la mano. No había presión ni coqueteo, pero Vane sintió que la reacción la recorría como si hubieran sido sus cuerpos los que se hubieran unido y no los dedos. Haciendo acopio de todo su control, con lentitud volvió a llevarse la mano al costado.
-Croupier nuevo -dijo con calma, notando con alivio que su turno en esa mesa había terminado-.
Que tengan una velada agradable -pasó a la siguiente mesa, maldiciéndose para no mirar atrás. Por supuesto, lo hizo, para clavar los ojos en los de él.
Furiosa, se permitió mover un poco la cabeza. Adoptó una expresión de desafío. Por primera vez aquella noche vio que la boca se curvaba en una sonrisa lenta, que apenas modificaba los ángulos de la cara. Zac inclinó la cabeza, como si aceptara el reto. Vane le dio la espalda.
-Buenas noches -saludó con voz clara al nuevo grupo de jugadores.
La luna seguía alta y proyectaba un haz de luz sobre las aguas oscuras. Desde la barandilla. Vane podía ver las crestas blancas de las olas mientras el barco navegaba por un mar encrespado. Eran las dos de la mañana y la cubierta se hallaba desierta. Le gustaba esa hora de la noche, mientras los pasajeros dormían, antes de que la tripulación comenzara su primer turno. Se encontraba a solas con el mar y el viento y podía imaginarse en cualquier época que eligiera.
Respiró hondo e inhaló la fragancia de la espuma salada y de la noche. Llegarían a Nassau poco después del amanecer, y mientras estuvieran atracados en el puerto el casino permanecería cerrado. Tendría la mañana libre para hacer lo que quisiera. Pero prefería la noche.
Su mente regresó a las horas de trabajo, al jugador silencioso que se había sentado a su mesa, ganando y observando. Pensó que era un hombre por el cual las mujeres se sentirían atraídas, pero no le sorprendió que hubiera estado solo. «Un hombre solitario», musitó, «y extrañamente magnético, Atractivo», reconoció mientras se adelantaba para dejar que el viento le azotara la cara. Atractivo de una manera peligrosa. Pero tuvo que reconocer que llevaba en la sangre considerar el peligro como un desafío. Los riesgos se podían calcular, los porcentajes medir, y, sin embargo... Sin embargo, Vane no pensó que el hombre siguiera el camino preciso de la teoría.
-La noche te sienta bien.
Ella apretó las manos sobre la barandilla. Aunque jamás lo había oído hablar, ni siquiera notado su llegada, supo a quién tenía a la espalda. Necesitó esforzarse para no jadear y dar media vuelta con celeridad. Mientras el corazón le martilleaba, giró despacio para verlo salir de las sombras. Dedicó un momento a recobrarse mientras él se detenía a su lado.
-¿Continuó su suerte? -preguntó.
-Eso parece -repuso sin apartar los ojos de la cara de ella.
Vane intentó localizar su acento, pero sin éxito. Su voz era profunda y sin inflexión.
-Es muy bueno -afirmó-. Pocas veces recibimos a un profesional en el casino -pareció captar un destello veloz de humor en los ojos de él antes de que sacara un cigarro y lo encendiera. El humo impregnó el aire, para desvanecerse con el viento. Uno a uno. Vane relajó los dedos sobre la barandilla-. ¿Disfruta del viaje?
-Más de lo que había esperado -dio otra calada al cigarro-. ¿Y tú?
-Es mi trabajo -sonrió.
Zac se apoyó en la barandilla y posó la mano cerca de la de ella.
-Esa no es una respuesta, Vane -señaló.
Solo enarcó una ceja al ver que él había leído su nombre en la placa de identificación que llevaba en la solapa.
-Me gusta, señor...
-Efron -musitó mientras pasaba un dedo por la línea de su mandíbula-. Zac Efron. Recuérdalo.
Ella se negó a retroceder, a pesar de que la reacción veloz de su cuerpo ante el contacto la sorprendió. A cambio, lo observó con fijeza.
-Tengo una buena memoria.
-Sí -esbozó una sonrisa imperceptible-, por eso eres una buena croupier. ¿Cuánto tiempo llevas en ello?
-Un año -aunque él quitó el dedo, la sangre de Vane no se enfrió.
Asombrado, Zac dio una última calada al cigarro antes de aplastarlo bajo el pie.
-Habría pensado que llevabas más, debido a tu manejo de las cartas -le levantó la mano de la barandilla para estudiar la palma. «Suave», pensó, «y firme». Una combinación interesante-. ¿Qué hacías antes?
Aunque su cerebro le decía que lo más inteligente sería una retirada, no movió la mano. Percibió fuerza y habilidad en el contacto, aunque no estaba segura del aspecto de cada cosa.
-Estudiaba.
-¿Qué?
-Lo que me interesaba. ¿Qué hace usted?
-Lo que me interesa.
Ella rió, y el sonido bajo y ronco susurró sobre la piel de Zac.
-No sé por qué creo que habla literalmente -fue a quitar la mano, pero los dedos de él se cerraron sobre los suyos.
-Así es -murmuró-. Es Zac, Vane -sus ojos recorrieron la cubierta desierta, luego el mar oscuro e interminable-. Este no es sitio para la formalidad.
El sentido común le indicó que fuera con cuidado; el instinto la impulsó a provocar.
-Hay reglas para la tripulación en su trato con los pasajeros, señor Efron -explicó con frialdad-. Necesito mi mano.
Cuando él sonrió, la luz de la luna brilló en sus ojos, como en los de un gato.
-Y yo también -la alzó y apoyó los labios en el centro de la palma. Vane sintió el impacto del beso en todos los poros de su cuerpo-. Tomo lo que necesito -musitó sobre la piel.
La respiración de ella se había acelerado sin que se diera cuenta. En la cubierta oscura y vacía él no era más que una sombra con una voz que podría haberse filtrado por la miel, y con ojos peligrosos. Sintiendo que el cuerpo anhelaba acercarse, se contuvo con una reacción veloz de su temperamento.
-No en esta ocasión. Voy a entrar, es tarde.
Manteniendo la mano con firmeza en la suya, Zac la alzó para quitarle las horquillas del cabello. Al caerle sobre los hombros, las arrojó al mar. Aturdida por su audacia, lo observó con ojos centelleantes.
-Es tarde -convino él, pasándole los dedos por el pelo-. Pero tú eres una mujer para las horas oscuras.
Lo pensé en cuanto te vi -con un movimiento demasiado veloz y fluido para ser medido, atrapó a Vane entre la barandilla y su cuerpo. El viento le agitó el pelo y la piel pura era como el mármol bajo la luna. Zac descubrió que la necesidad era más fuerte de lo que había imaginado.
-¿Sabe lo que pensé yo? -exigió Vane, luchando porque las palabras no salieran entrecortadas-. Pensé que era rudo y grosero.
El rió divertido.
-Parece que ambos acertamos. No sé si decirte que preguntarme qué sabor tendrías estuvo a punto de distraerme del juego.
Vane se quedó muy quieta. El único movimiento era el de los mechones marrones que danzaban en torno a su cara. Luego alzó la barbilla y sus ojos se oscurecieron con desafío.
-Es una pena -repuso mientras cerraba la mano.
Decidió que sin importar que fuera un pasajero, iba a darle un puñetazo, tal como le habían enseñado sus hermanos.
-Es raro que alguien o algo interfiera en mi concentración -al hablar se inclinó. Vane tensó los músculos-. Tienes los ojos de una hechicera. Soy un hombre supersticioso.
-Arrogante -corrigió con firmeza-. Pero dudo que supersticioso -vio la sonrisa en los ojos de él a medida que la cara dominaba su campo de visión.
-¿No crees en la suerte, Vane?
-Sí -«y también en un buen derechazo», añadió en silencio. Sintió que los dedos de Zac se deslizaban por su nuca y bajaba la boca hacia la suya. De algún modo el aleteo cálido del aliento de ese hombre hizo que entreabriera los labios y su concentración vacilara.
Una mano aún le sostenía la suya; con un dedo, trazó círculos en la palma como si quisiera recordarle la sensación de los labios en su piel. Luchando contra una creciente debilidad, Vane se retiró y apuntó al estómago vulnerable.
A menos de un centímetro del blanco, su puño quedó capturado en una presa férrea. Frustrada, se debatió, y lo único que consiguió fue escuchar otra vez la risa de él.
-Tus ojos te delataron -informó, inmovilizándola-. Tendrás que trabajar en ello.
-Si no me suelta, voy a... -la amenaza se perdió al sentir el roce de su boca. No fue un beso, sino una tentación. Vane se humedeció los labios como si anticipara algo oscuramente dulce y estrictamente prohibido.
-¿Qué? -susurró Zac, volviendo a rozarle los labios con una ligereza que hizo que la sangre le hirviera. Quería aplastar y devorar casi tanto como saborear. La boca de ella estaba húmeda y olía levemente a mar y a verano. Cuando no respondió, siguió el contorno de los labios con la lengua, grabándolos en la memoria mientras absorbía el sabor y esperaba.
Vane sintió cómo el espeso placer penetraba en ella. Tenía los párpados pesados y los cerró; sus músculos se relajaron. El puño aún encerrado en la mano de él se quedó laxo. Por primera vez desde que tenía uso de razón, la mente se le quedó en blanco... un espacio vacío en el que él podría haber escrito lo que deseara. Experimentó el ínfimo y excitante dolor cuando le mordisqueó el labio inferior y la mente volvió a llenársele. Pero no con pensamientos.
El cuerpo duro y delgado estaba pegado al suyo. La boca era más suave de lo que habría imaginado en un hombre, como el contacto de una seda delicada sobre la piel. Percibía el leve aroma a tabaco, rico y extranjero, y la fragancia de él sin la interferencia de colonia. Zac susurró su nombre como Vane jamás lo había oído. El barco se escoró, pero él siguió el movimiento con la misma facilidad con que la había acercado. Olvidados los pensamientos de resistencia, le rodeó el cuello con los brazos y echó la cabeza atrás en gesto de invitación.
Zac experimentó el deseo salvaje de saquearla mientras le aferraba el pelo con la mano.
-Abre los ojos -exigió. Mientras observaba, los párpados pesados se alzaron para revelar ojos nublados por el placer-. Mírame cuando te bese -musitó.
Entonces le aplastó la boca con la suya, implacable y brutal. Al explorarla pudo oír los latidos del corazón martilleándole en el pecho. Descubrió sabores inagotables mientras la lengua de Vane respondía con igual urgencia. Los ojos de él eran como rendijas mientras contemplaba el placer brumoso en los de ella convertirse en una pasión opaca. Al gemir los cerró y también la visión de Zac se volvió borrosa.
Vane sintió que el deseo la aferraba como si tuviera garras. Anhelos, necesidades, secretos, todo quedó expuesto en una explosión tumultuosa. A pesar de que ansiaba satisfacerlos, comprendió que era un hombre que podía desnudarla hasta el alma. Y no sabía nada de él. Asustada, luchó por liberarse, pero él la mantuvo pegada a su cuerpo, sin soltarle los labios hasta quedar saciado. En algún rincón cuerdo del cerebro comprendió que él siempre tomaría, ajeno a cualquier predisposición de la otra parte.
Al verse libre, se tomó tiempo para recuperar el aliento. Zac volvió a observarla con esa extraña capacidad que tenía para la quietud y el silencio absolutos. Resultaba imposible leerle los ojos. En una defensa natural, Vane convirtió el miedo en ira.
-Si hubiera leído el folleto, habría visto que el precio del billete no incluye poder elegir entre la tripulación.
-Algunas cosas no tienen precio, Vane. - Algo en su tono de voz la hizo temblar. Era como si ya la hubiera marcado de forma casi indeleble. Retrocedió a las sombras.   -Manténgase alejado de mí -le advirtió. Zac se apoyó en la barandilla sin apartar los ojos de la silueta.
-No -repuso con suavidad-. Ya he dado las cartas y las probabilidades están a favor de la banca.
-Bueno, pues no me interesa -siseó-. Descárteme del juego -dio media vuelta y bajó por las escaleras que conducían a la siguiente cubierta.
El metió las manos en los bolsillos y con una sonrisa jugueteó con unas monedas. - Ni lo sueñes.

Sipnosis.

El padre de Vanessa Hudgens quería que su hija sentara la cabeza, y la mejor manera de conseguirlo era buscándole un marido. Por eso preparó un encuentro entre el jugador Zac Efron  y Vanessa en el crucero donde ella trabajaba como croupier. Vanessa Hudgens  ya estaba cansada de que su acaudalada y bienintencionada familia se metiera en su vida. Estaba decidida a depender de sí misma y, de paso, poner un toque de aventura en su vida. Fue así como acabó trabajando como croupier en un crucero y en los brazos del jugador Zac Efron. El encanto y atractivo de aquel hombre parecían tenerla hipnotizada, pero no lo suficiente como para que no se percatara de que Zac le estaba ocultando algo.


Esta novela esta escrita por Nora Roberts. Espero que le guste la adaptación. Besos.